El capitalismo se presenta hoy como sistema económico no ya hegemónico o imperante sino como el único, como si ni siquiera pudiera plantearse otro. A lo sumo se propone “refundarlo” para adaptarlo a las nuevas circunstancias. Y es verdad que el capitalismo posee una muy eficaz capacidad de adaptación, de modo que siempre resulta, por así decir, evolutivamente triunfante. Como si tuviera un profundo núcleo de arraigo en la naturaleza humana que lo hiciera insustituible… Yo sí creo que el sistema se impone y no tiene competencia, por su adecuación a la naturaleza humana real. Entiendo que el sistema económico capitalista guarda una correspondencia perfecta con la fenomenología del yo humano, el que se manifiesta en todo tiempo y en todas las latitudes culturales. Ese yo se presenta siempre como afirmador de sí mismo e insaciablemente posesivo, ciegamente instrumentalizador de los otros yos, además del conjunto de la naturaleza. Por cierto, que los defensores del sistema tienen este argumento a su favor. Los detractores del mismo dicen que el sistema genera una enorme injusticia y está destruyendo la Tierra… y también ellos tienen razón. Y es verdad también que los intentos, simplemente racionalistas o ideológicos, por sustituirlo han fracasado, degenerando en la creación de nuevas instancias de poder que a su vez han provocado aún peores injusticias y una espantosa violencia. Pienso que no hay salida mientras no se llegue a una transformación profunda del ser humano.
Partiendo de este planteamiento, que me parece justo y realista, creo que hay dos actitudes equivocadas. La primera, exaltar el capitalismo con todas sus manifestaciones, tomando excusa de este carácter suyo irreductible o de la defensa de la libertad individual, para caer en un conformismo cómplice de sus manifestaciones tan inaceptables. Ahí tenemos la ideología neoliberal. La segunda actitud, oponerse al capitalismo, considerándolo también en bloque, y dejándose llevar por esa retórica “anticapitalista” que, desde el pasado y hasta el momento presente, ha generado o bien violencia o bien una amargura inútil e hipócrita. Inútil porque no consigue ningún cambio real y positivo. Hipócrita porque suele convivir en esos “anticapitalistas” con actitudes concretas o hábitos que forman parte integral del mismo sistema (hábitos que, evidentemente, lo favorecen), como la adaptación a un consumo desmedido, el servilismo a la publicidad comercial o el uso fetichista del automóvil. La cuestión sería cómo mantener el núcleo positivo del capitalismo, la libertad de iniciativa económica y una legítima propiedad privada (que es extensión e instrumento de la libertad), a la vez que se corrigen sus derivaciones injustas y destructivas, dicho de otra manera, la exclusión humana y el deterioro del medio ambiente.
En un contexto histórico de presión del comunismo se inició en Europa una línea de acción política que reconoció implícitamente la parte de razón de aquél. Me refiero a la socialdemocracia, una tendencia que, aceptando la necesidad del pluralismo político y la libertad de mercado, abogó por una permanente acción en favor de los más débiles y por una redistribución de la riqueza, mediante unos impuestos progresivos, unas dignas pensiones estatales, unos seguros sociales para proteger a los que pasan por situaciones de carencia, unos empleos públicos, una enseñanza pública integradora, etc. Todo con vistas a favorecer el máximo de igualdad de oportunidades y una cohesión social. Hoy en día se tiende a consagrar estas ventajas sociales en la forma de “derechos” reconocidos por las leyes, sin que tampoco dejen de serlo la propiedad o la iniciativa para crear empresas particulares. Se acepta el mercado pero se le imponen múltiples restricciones. Sería una conciliación entre los intereses privados y el interés público (ahora se habla mucho menos de “bien común”).
La socialdemocracia estaría reconociendo implícitamente la vigencia de dos impulsos que actúan simultáneamente en las personas. Un periodista que participaba en una tertulia de TVE expresaba, con una ligera sonrisa triunfante, que las personas se mueven por su interés, tesis cara a los liberales. Un compañero de la tertulia le corrigió inmediatamente para añadir que también se mueven por el miedo al castigo, en referencia a las multas o a otra penas que se aplican a los que no respetan esas normas que ponen coto al interés particular. Evidentemente, ambos tenían razón. Se trata sin duda de dos verdades antropológicas complementarias, ambas a tener en cuenta a la hora de organizar la sociedad. Ciertamente, la política no se puede montar a partir de una visión racionalista y utópica que correspondería a un hombre ideal que no se halla en ninguna parte. La política sólo puede funcionar si sabe manejar los resortes efectivos del ser humano.
Las motivaciones humanas son de variada índole, más elevadas o más rastreras. Una buena parte de los humanos no va más allá del interés material egoísta y de unos sentimientos, volubles, que a veces son buenos, humanitarios, pero que, aunque lo sean, raramente se mantienen de un modo perseverante. Hay una exigua minoría de personas que elaboran sistemas éticos y que pueden llegar a vivirlos coherentemente. Hay un grupo mayor de personas que se amparan en sistemas religiosos que prometen a veces una transformación eficaz de la persona, presumiendo de que dan lo que los sistemas éticos o filosóficos no podrían dar. Hay ejemplos de esto pero tampoco son muchos. Pues la inmensa mayoría de las personas que participan de una religión no sólo no son ejemplares sino que no invitan a convertirse, pues su religión es superficial, sociológica, con motivaciones que no superan realmente a las personas del primer tipo. Pero incluso las personas que nos esforzamos por tener una visión y práctica ética o que queremos vivir auténticamente una religión no estamos tan allá como para poder prescindir totalmente de ese estímulo negativo que es el miedo al castigo. Aunque yo sea un reputado profesor de filosofía o un pastor evangélico arrebatador, por expresarlo gráficamente, a la hora de respetar una señal de tráfico o de pagar un impuesto que está más que justificado, si puedo evadirme de ello porque nadie me ve ni me controla en un momento dado, lo más previsible es que ni respete ni pague. Por eso los legisladores no establecen excepciones relativas a determinadas clases de personas en la aplicación de las leyes penales, como suponiendo que esas personas no las necesitarían. Al contrario, están suponiendo que cualquier persona, independientemente de cualquier título que pudiera tener, de cualquier bondad que se le pudiera suponer, es perfectamente susceptible de delinquir.
No digo que cualquier sistema sea completamente inútil para rescatar al hombre de su inclinación al mal pero sí digo que el miedo al castigo sigue siendo útil para todos y nunca podría prescindirse socialmente de él. Y que cualquier propuesta política utópica causa más problemas que los que resuelve porque adolece de un desconocimiento de la naturaleza humana real. Y sí hay una naturaleza humana, por más que se obstinen en proclamar que el hombre no tiene naturaleza, que sólo tiene historia o que es pura libertad. Porque, como decía Santo Tomás de Aquino, “contra facta non valent argumenta” o, en el lenguaje periodístico actual, los hechos son tozudos.
Comentario de Juan Ángel en Facebook: "La verdad es que el tipo de sociedad que hemos creado necesita de un sistema mixto porque en nuestras naciones (occidente) la mitad de la gente vive del estado y es muy poco productiva..."
ResponderEliminarEfectivamente, Juan Ángel. Esa es una limitación grave del estado del bienestar que se busca. Se ha de ayudar pero de un modo tal que nunca se desincentive la búsqueda y el trabajo de uno mismo. Es la aplicación del principio de subsidiaridad. Todos hemos de contribuir al bien común, cada uno con sus propias capacidades. Ayudar a las personas a que se desarrollen por sí mismas. No convertirlas en seres pasivos, en consecuencia fácilmente manejables.
ResponderEliminar