No me queda duda de que los imperios son una constante histórica y de que esta continuidad histórica corresponde a una característica profunda de la naturaleza humana. Es algo por consiguiente que no se puede erradicar, aunque sí sea un imperativo intentar manejarlo de la mejor manera posible. En términos generales, un “imperio” se podría definir como la dominación que una estructura política radicada en un centro geográfico ejerce sobre unos territorios y poblaciones en principio ajenos a ella. Es un hecho que, a partir del momento en que la revolución agrícola del Neolítico se expandió hasta crear en determinados lugares unos excedentes de producción, éstos se concentraron en las manos de unos dirigentes y las incipientes organizaciones estatales que se formaron se expandieron o bien luchando entre sí o bien extendiéndose hacia otras poblaciones que no habían alcanzado tal tipo de organización jerarquizada. Los imperios se han sucedido unos a otros, apreciándose en la evolución de cada uno un proceso que ha ido desde un ascenso hasta una decadencia lenta o brusca caída, pasando por un apogeo más o menos estable. O se han sucedido unos a otros o, en los casos en que dos de ellos han alcanzado un apogeo simultáneo, se han enfrentado hasta que uno de ellos se ha impuesto al otro o lo ha suprimido. No es de extrañar que tantos historiadores y filósofos hayan reflexionado, en diferentes épocas, sobre el hecho de esta sucesión y lucha de imperios. Es que la fenomenología resulta sorprendentemente semejante, por no decir repetitiva. Es como si hubiera una ley histórica según la cual de ningún modo pudiera haber un vacío de poder en un piso superior al de las colectividades que normalmente designamos como “pueblos”. Como que estos pueblos no pudieran convivir simplemente en un plano de igualdad. Naturalmente que se hallan algunas leyes económicas por debajo de tales constantes, pero, además – y es el punto que más me interesa – podemos descubrir algo de la condición humana, algo que se encuentra en la vida de cada individuo y que se traslada muy fácilmente al terreno de las colectividades, a modo de un reflejo amplificado. Porque está claro que, entre los individuos, cada uno de ellos con su voluntad, se da una lucha por imponerse unos a otros. La lucha se puede transformar en un pacto inteligente para convivir, pero la tendencia radical no se ve con ello anulada. El caso es que, examinando históricamente los imperios que han existido y que existen, se pueden apreciar algunas regularidades:
1. Un imperio implica una violencia que se ejerce sobre unas colectividades. Se trata de violencia física cuando se mata – incluso puede haber planes concebidos para erradicar a toda una población –, o se esclaviza, o se tortura, o se maltrata, o se explota la fuerza de trabajo. Y hay también una violencia cultural, cuando se reprimen lenguas, costumbres o religiones indígenas. (Por cierto, que el término indígena significa solamente aquel que “ha nacido ahí, en el lugar al que ha venido un extranjero, con la intención que sea”. En el empleo que hago de él, no le vinculo connotaciones ni positivas ni negativas.)2. Los imperios, más que “oprimir” a las “naciones”, son los que configuran políticamente los países que dominan, normalmente. También se ha dado el caso, menos frecuente, de reinos ya constituidos, con su nombre y sus instituciones, que luego han pasado a depender, por la fuerza, de otras organizaciones estatales más amplias. Pero todos los países de América y casi todos los de África han sido creaciones de las potencias colonizadoras europeas. Un país nace cuando recibe un nombre. España, nuestro país, es una creación del Imperio Romano, como “Hispania”. Que luego ese mismo país puede crear otro imperio, y por tanto otras naciones, y que él mismo, paradójicamente, podría desaparecer como país, de resultas de sus propios desequilibrios internos no resueltos. Así es la historia. Y las naciones no son esencias, sino construcciones históricas, a veces muy frágiles.3. Los imperios provocan siempre oposición. La oposición de otros imperios simultáneos, por supuesto. Pero lo más característico es la “imperiofobia”, que tan bien ha caracterizado Elvira Roca. La “imperiofobia” surge en una parte de las clases superiores que hay dentro de las sociedades indígenas, aquellas clases que han sido desplazadas de su posición por el nuevo dominador. Éstas, como no pueden argumentar contra la superioridad militar o técnica de los dominadores, tienen que resaltar o inventarse algún tipo de inferioridad espiritual de éstos para poder justificar su desprecio. Ni que decir tiene que los imperios rivales aprovechan esta situación y la utilizan como propaganda a su favor, con las debidas exageraciones y manipulaciones.4. La historia de los imperios sucesivos en los cinco continentes se identifica casi con la historia de la transmisión de los logros culturales. ¿Qué es lo que se transmite con los imperios? Se transmiten, de unos territorios a otros, especies vegetales o animales (también, como aspecto negativo, enfermedades). Se transmiten inventos técnicos. Se transmiten conocimientos en diversos órdenes. Se transmiten lenguas y religiones. Desarrollamos aparte cada uno de estos dos últimos puntos.5. “La lengua fue siempre compañera del imperio” –decía Nebrija a la reina Isabel de Castilla. Los imperios han hecho que desaparezcan lenguas o que muchas pasen a una situación minoritaria, mientras otras han extendido extraordinariamente su ámbito. Esto puede ser visto como pérdida de riqueza o diversidad cultural, como ahora se insiste. También puede entenderse como la manera de superar una situación de fragmentación cultural insostenible, si entendemos que es un bien el entendimiento lingüístico entre todos los humanos.6. En el caso de las religiones la dinámica es algo más compleja y diferenciada. No se puede decir, ni mucho menos, que los dominadores impongan siempre su religión. Se han dado casos de lo contrario. Los turcos y lo mongoles adoptaron el islam de las poblaciones que controlaron. Luego alguna ventaja tenía que tener el islam como religión. La religión tiene su propia fuerza, su propia coherencia interna, y su relación con la verdad. No es un simple “código” dependiente de una estructura política que se aplica de un modo automático cuando la estructura política se extiende. Las religiones no son equivalentes entre sí, lo que implicaría que son intercambiables. Por el contrario, se pueden examinar y comparar, de acuerdo con criterios filosóficos y éticos. En este sentido, puede ocurrir que una religión más verdadera o más válida que otras tome un imperio, la expansión de un país o de unos países, como medio de transmisión. Lo cual no quita para que la religión dominante pueda adaptarse, recogiendo elementos indígenas también válidos. Evidentemente, estoy pensando en el cristianismo, que nació como religión sectaria y minoritaria dentro de un imperio. El caso del islam es diferente. Nació ya como identificado con un imperio y su expansión se confundió con la de ese imperio. Pero también ha mostrado su superioridad intrínseca, como religión. Fruto de esta fuerza ideológica y moral ha sido el desplazamiento que ha operado de las formas religiosas animistas e idolátricas de aquellas regiones en las que se ha establecido. El islam no ha podido vencer en cambio al cristianismo, de mismo modo que hay que reconocer que el cristianismo no ha vencido al islam, cuando países europeos han controlado de alguna manera países tradicionalmente islámicos. Con todo ello, sigue siendo verdad que hay una relación histórica, en general, entre imperios y religiones. En los países de Asia se ha dado también expansión de determinadas religiones, pero sólo en algunos casos se ha dado muy vinculada a la expansión militar. Allí, ni el cristianismo ni el islam, que también tuvieron presencia colonial, pudieron imponerse de un modo generalizado, como sí lo hicieron en América y en África. Lo que asimismo evidencia el valor notable de las religiones tradicionales y culturas de esos países asiáticos.
Varios de estos puntos que hemos tratado apuntan a la conclusión de que han sido los imperios que ha habido desde el tercer milenio antes de Cristo hasta el presente, sucesivos y sin interrupción, los que han configurado el mundo globalizado que tenemos hoy, con lo positivo y también con lo negativo. Progresivamente han ido rompiendo la extrema atomización cultural que se daba antes de que comenzara el proceso y han contribuido a la unificación. Si actualmente hay 195 países en el mundo, unos muy conocidos y poderosos, otros apenas conocidos, eso es porque hay una mínima organización política que es común a todos ellos, a pesar de todas sus relevantes diferencias. No puede decirse que se haya establecido esta común organización estatal y este reconocimiento mutuo de los países hasta el siglo XX. La globalización tiene además componentes económicos, culturales, ecológicos, de comunicación… Sabemos y experimentamos hoy que todo afecta a todos.
Puede ser que la palabra “imperio” tenga malas connotaciones para muchos, quienes imaginan que son malos a todos los respectos y que podría darse un mundo sin ellos. Muchos se declararon en las últimas décadas “antiimperialistas” (sin advertir que al oponerse a un imperio concreto estaban de hecho colaborando con otro). Hay otros que aman o añoran determinados imperios, normalmente aquel imperio que tiene o tuvo su propio país. El que ama un imperio con toda seguridad que aborrece otro. También puede uno avergonzarse del imperio que tuvo su propio país, lo cual conlleva una estupidez especialmente sorprendente… Pienso que deberíamos todos desvincularnos sentimentalmente de los imperios: nunca decir “los españoles fuimos a América” o “los ingleses fueron peores que nosotros”, porque esos españoles y esos ingleses no existen ya y no son nosotros. Nombrarlos siempre en tercera persona del plural se hace un ejercicio necesario. Esto es eficaz como ejercicio de distanciamiento, además de responder a la verdad histórica. Ni los deméritos ni los méritos de ellos son los nuestros. Así que no se trata de “pedir perdón” ni de exigirlo sino de que cada uno, en su país, afronte su propia responsabilidad, la responsabilidad en los problemas actuales. Además, el primer objetivo es conocer la verdad histórica, con una comprometida, coherente voluntad de objetividad, renunciando al amor propio colectivo, a ese sentimiento tóxico que le lleva a uno a sufrir o a alegrarse por lo que no depende de uno. Y se trata de reconocer los valores de cada país o de cada religión, así como las bellezas, juntamente con las limitaciones, de cada lengua. Pues en casi todos los países se pueden rastrear las huellas de diversos imperios y todos éstos pueden ser percibidos, cuando se tiene un genuino sentimiento de humanidad global, como otras tantas aportaciones a la marcha común de la humanidad.