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TEILHARD DE CHARDIN

  






       A la hora de introducir la figura de Teilhard de Chardin, se haría conveniente catalogarlo dentro de una categoría y presentarlo con una etiqueta tal como teólogo, filósofo, místico o paleontólogo. El caso es que fue todas estas cosas a la vez y todas de un modo no usual, siempre dejándose interpelar por los conocimientos e inspiraciones provenientes de cualquiera de estos modos de vivir, mejor que parcelas de la actividad humana. No en vano la clave de bóveda de su pensamiento fue la “unificación”: entender el mundo, y la vida de uno, como un proceso de unificación irreversible. Situado en principio dentro del catolicismo, no podía dejar de ser considerado como hereje o fuente de herejías, lo mismo que les ha pasado a otros grandes personajes como Orígenes de Alejandría.

       Pierre Teilhard de Chardin nace en Sarcenat, cerca de Clermont-Ferrand (Francia) en 1881. A los 11 años ingresa en un colegio de los jesuitas y a los 17 en el noviciado de Aix-en-Provence. Realiza estudios de filosofía en Jersey y de letras en Caen. En 1905 se encuentra en un colegio de los jesuitas en El Cairo e investiga los fósiles de yacimientos del Alto Egipto. En 1911 es ordenado sacerdote. Entabla amistad con el abate Breuil, uno de los principales investigadores del arte prehistórico. En la Gran Guerra es movilizado y participa como camillero voluntario en el frente de Francia. En 1919 se licencia en ciencias naturales en la Sorbona. Da clases en el Instituto Católico de París. En 1923 llega a China y se instala en el desierto de Ordos, cerca de Mongolia. Escribe sobre su interpretación del pecado original, siendo llamado al orden por la autoridad eclesial. Entre 1926 y 1927 escribe El Medio Divino. Como codirector de las investigaciones paleoantropológicas en Zhoukoudian, cerca de Pekín, clasifica al “Sinántropo” u “Homo Pekinensis”, cuyos restos son hallados por entonces. Sigue interpretando fósiles y escribiendo sobre su visión de la humanidad evolutiva y su relación con Cristo. Viaja a la India, Estados Unidos, Java… En 1939 termina una de sus principales obras, El fenómeno humano. En los años de la Segunda Guerra Mundial permanece en China, donde participa en la fundación del Instituto de Geología de Pekín. Tras la contienda, de nuevo en París, hace amistad con el biólogo evolucionista Julian Huxley (hermano de Aldous, el escritor), defiende su postura frente a los filósofos existencialistas Jean Paul Sartre y Gabriel Marcel y participa en debates con Louis Lavelle sobre el crecimiento del espíritu. Se le prohíbe enseñar y publicar sus obras. En los años 50 vive en Estados Unidos, donde participa en debates con importantes científicos y filósofos sobre “el Dios de la evolución”. En 1955 envía a su superior provincial de Lyon varios ensayos, entre ellos Lo crístico. Muere en Nueva York ese mismo año. Allí está enterrado.

       Principio fundante de su antropología es la universalidad de la conciencia. Lo espiritual no surge en un momento dado como una nueva dimensión de por sí extraña a lo material, sino que, por el contrario, lo espiritual brota de lo material estando ya contenido en ello. No sólo hay continuidad entre lo físicobiológico y lo psíquico sino una relación causativa de lo primero sobre lo segundo. La ley de complejidad-conciencia indica que la conciencia es el resultado de una mejor organización de los elementos materiales. Así, en el proceso natural, la persona constituye un nuevo nivel de realidad logrado por la conciencia reflexiva. Entre las propiedades de la persona se encuentran dos mutuamente complementarias: la “autocentración”, que consiste en una unificación interior, y la “alteridad”, por la que ese mismo individuo no crece recluyéndose en sí mismo sino universalizándose. La “espiritualidad” de la persona no se entiende al modo dualista sino considerando al espíritu como el estado sublimado de la materia y a ésta como la matriz del espíritu. La persona es “dinámica”: crece al contacto con las cosas y con los demás hombres. Es “libre”, lo que significa que tiene la oportunidad de transhumanizarse. Es “creativa”. Otra característica de la acción de la persona es la “irreversibilidad”. Dicha acción es intencional, es decir, se propone unos fines. Ello significa que aspira siempre, implícitamente al menos, a algo irreversible que justifique el esfuerzo de la acción. En la misma acción humana, en su lucha creadora, está la creencia profunda de que aquello que se obtiene no se pierde, sino que permanece como adherido a su sujeto, quien a su vez tampoco se pierde. La esencia de la acción humana implica pues “liberar un poco de ser para siempre”. De este modo, el espíritu, elevándose desde la materia, se erige en la “porción indestructible” del universo.

      La persona humana que posee estas características obra en la historia y va consiguiendo unidades superiores a través de la socialización. La paradoja de nuestra socialización se encuentra en que “coincidiendo con todos los demás, encontramos el centro de nosotros mismos”. La complementariedad psicológica comporta un crecimiento ontológico. En la socialización encontramos dos tramos: la sexualidad y la sociabilidad. El ser humano completo es una dualidad que comprende lo femenino y lo masculino. Esta dualidad significa que no hay autosuficiencia de ninguno de los polos de la complementariedad. El uno remite siempre al otro. Y en la complementariedad superadora de lo masculino y de lo femenino se hallan simbolizadas y cumplidas todas las complementariedades del universo evolutivo. La sexualidad se realiza en diferentes niveles, el mayor de los cuales es la virginidad, cuando la atracción natural es dominada por un impulso superior hacia el centro divino del universo, también personal. La sociabilidad del ser humano va más allá de la pareja. Ésta se mantendrá unida sólo si se encuadra en una comunidad mayor. Y, por otro lado, la razón humana es social por naturaleza. Tiende a crear conjuntos humanos cada vez mejor estructurados.

       La socialización se abre a la utopía, a un conjunto humano que está más allá de las posibilidades de la ciencia. Ésta, por sí misma, no alcanza a una totalización a escala planetaria. Pues la investigación científica, de acuerdo con su método, sólo sabe analizar. Pero se precisa la unificación que viene de la adoración. Aquí encuentran su papel la ética y la religión. Dirá Teilhard que cuando las posibilidades históricas llegan a su límite se abren al influjo de un foco de atracción trascendente, el “Punto Omega”, que es el que confiere unidad perfecta y, en ello mismo, supervivencia a los humanos. Cristo es el punto “Omega”. Él es producto a la vez del esfuerzo evolutivo de la naturaleza y de la gracia libre del Creador. Se trata del Cristo cósmico, que no coincide exactamente con el Cristo histórico que vivió en Palestina en el siglo I. Cristo da plenitud a la creación divinizándola. Es el Cristo que está al final de la creación, como consumación de ella, y que estaba ya desde el principio, como base o modelo de ella misma, como “Punto Alfa”. No es, por tanto, primariamente, el Cristo que se introduce extrínsecamente en la Creación para arreglarla o reconducirla, aunque también tenga esa función. No es un Cristo, el de Teilhard, que vaya en contra del desarrollo humano natural, del progreso. Más bien, él es la garantía para afrontar ese esfuerzo colectivo exigido por el progreso. Y dirá también que “Cristo aguarda” a que la colectividad humana se halle plenamente realizada en sus potencialidades o incluso que “Cristo no ha terminado de formarse”.

  “Cristo es el término de la Evolución, incluso natural, de los seres; la Evolución es 
  santa.”  (De La Vie Cosmique, texto de 1916)


       El movimiento de la humanidad, realizado en Cristo, es simultáneamente un movimiento hacia adelante, el progreso, y hacia arriba, la unificación y espiritualización, todo lo cual responde perfectamente a la estructura dinámica de la misma naturaleza. Tal vez en la síntesis de estos extremos, “progreso” y “espiritualización”, que tantas veces se han manifestado de un modo contrapuesto y excluyente, radicaría el genio, el impulso original, de la visión teilhardiana. Su intuición de “lo crístico”, si bien no desarrollada por él mismo en esta vertiente, puede servirnos de iluminación hoy para comprender el papel de las religiones no cristianas en el proceso global de la Creación, que es a la vez Revelación. Creación y Revelación no serían ya dos pisos diferentes, el segundo superpuesto al primero, sino dos aspectos de lo mismo. Ambas son progresivas, como progresiva es la conciencia humana. El mundo es el “medio divino”, el lugar donde ocurre, no extraordinariamente sino ordinariamente, la manifestación de Dios.

“Si se puede modificar ligeramente una expresión sagrada, diremos que el gran misterio del cristianismo no es exactamente la aparición, sino la transparencia de Dios en el Universo. Sí, Señor, no sólo el rayo que roza, sino el rayo que penetra. No tu epifanía, Jesús, sino tu diafanía.” (El Medio Divino, Trotta, 2008, p. 92)


       De este modo, la evolución no se ve como haciendo la competencia a la idea ingenua de “creación”, a la manera como la conciben los evolucionistas clásicos que se sienten con su teoría triunfantes de la religión. Tampoco se ve la evolución como la contemplan los protestantes fundamentalistas que abominan de tal idea porque sienten que amenaza al núcleo mismo de su fe. Para Teilhard de Chardin, la creación es evolutiva y la evolución es creadora. Lo que la evolución atestigua no es “una invasión del Espíritu por la Materia”, sino todo lo contrario, “un triunfo esencial del Espíritu”. De alguna manera, la evolución es el mismo despliegue de Dios que se va haciendo más patente al ser humano a la vez que éste se desarrolla.

“Abierta hacia alguna cosa que escapa a la muerte total, la evolución es la mano de Dios que nos vuelve a traer a él.” (De un escrito de 1951)


Y el mismo Dios se va apareciendo como algo dinámico:

“Dios no se presenta a nuestros seres finitos como una Cosa ya totalmente terminada a la que hay que abrazar. Para nosotros es el eterno descubrimiento y el eterno crecimiento.” (El Medio Divino, p. 99)


       La espiritualidad de Teilhard ni es evasiva de este mundo ni justifica tampoco una afirmación de él cerrada a la trascendencia. Aúna paradójicamente el afán de transformación de este mundo y el desapego con relación a él. Ambos movimientos son como la inspiración y la espiración en la respiración. Para buscar la unificación de Dios en el Universo, se hace preciso no quedarse estancados en el placer o en el egoísmo. La “pureza” de alguien no es la separación de las cosas sino el grado que alcanza de atracción hacia el centro divino.

“La verdadera unión que debes perseguir con las criaturas que te atraen no se realiza yendo derecho a ellas, sino convergiendo con ellas hacia Dios, buscando a través de ellas.” (De Le Milieu Mystique, texto de 1917)


Habla de la “santa materia” y de la “fuerza espiritual de la materia” por la deriva general de la materia hacia el espíritu. Consciente del sabor panteístico de sus expresiones, advierte de que el panteísmo, aunque nos seduce por la perspectiva de una “unión perfecta y universal”, nos traería una “fusión e inconsciencia”. Y defiende que el cristianismo es el que puede garantizar la unión del individuo con el Todo, permaneciendo a la vez uno mismo como individuo.

       Las objeciones que se han puesto a Teilhard de Chardin por parte de la autoridad eclesiástica se refieren a su visión de Dios (no queda clara su trascendencia ni la libertad del acto creador), de la Encarnación (tampoco se salvaría su gratuidad, pues Cristo es, en parte al menos, producto de la evolución), de la humanidad (se desconoce la diferencia esencial entre la materia y el espíritu y se suprime el aspecto trágico del pecado, al reducirlo a las limitaciones de un proceso de crecimiento) y de la ascesis (excesivamente naturalista, identificada con la lucha por dominar la tierra).

        Por mi parte, observo en él ese denodado afán de síntesis de la tradición católica con la tendencia científica contemporánea, dominada por el paradigma evolutivo, vividas ambas, la espiritualidad cristiana y la ciencia, con una desbordada pasión. Y, sobre todo, valoro la búsqueda de la unidad, de la integración, para superar todas las usuales exclusiones, las propias de obtusos hombres religiosos y las de ideologizados hombres de ciencia. Teilhard de Chardin nos invita a desconfiar de todo aquello que nos separa, que nos encierra, que nos aísla.



                                                                                     En la India, 1935


                                                     

                                                                        Colegio Médico de Pekín, donde se conservaban 
                                                                                                       las colecciones de paleontología, hacia 1940




                                           

En Rhodesia del Norte, años 50

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