Según una extendida explicación, entre simplificadora y falseadora, el Concilio de Nicea (del año 325) habría sido una operación política para justificar el dominio de Constantino en el Imperio Romano y de paso hacer una iglesia alejada de sus orígenes en Jesús de Nazaret y basada a partir de ese momento en el dominio del clero.
No veo una relación lógica entre proclamar la divinidad de Jesucristo y un régimen político absolutista, como si el absolutismo derivara de esa divinidad que se encarna, al considerarse un gobernante absoluto como el representante de dicha divinidad. Se podría también razonar justamente al contrario: porque Cristo es rey del mundo, por eso no puede haber otro que ocupe su lugar.
Esto desde el punto de vista conceptual. Desde la facticidad histórica, regímenes autoritarios, tiránicos o totalitarios han aparecido justificados en diversas religiones, no sólo en el cristianismo, así como también en ideologías humanistas y también en ideologías ateas, como el comunismo o el nazismo. Por consiguiente, esta tendencia humana tendrá otras raíces, no dependiendo de un rasgo específicamente cristiano.
Otro punto importante, también histórico, es que tanto Constantino como sus hijos y sucesores en el Imperio volvieron a apoyarse, sólo unos pocos años después de Nicea, no en los ortodoxos o católicos, defensores del credo niceno, sino en los arrianos. Lo hicieron tal vez por la sencilla razón de que veían que esta tendencia resultaba más apoyada por la población y decantarse por ella resultaba así algo más útil para el mantenimiento del orden, orden que no dejaría de apuntalar su propio poder.
Un problema del concilio fue cómo expresar esa condición divina de Cristo de un modo que fuera preciso e inequívoco. Arrio decía explícitamente que el Verbo de Dios era una criatura, si bien una criatura excelsa, creada antes que todas las demás y modelo de la formación de ellas. Los Padres del Concilio apreciaron que no bastaba con decir que Cristo era “Hijo de Dios”, pues, como señalaban los mismos arrianos, también lo somos los humanos, o al menos los humanos redimidos por Cristo. Algunas expresiones que tenemos en el Credo actual se introdujeron entonces: “Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre”. La última expresión, “de la misma naturaleza que el Padre” (“homooúsios to Patrí” o “consubstantialem Patri”) fue la verdaderamente controvertida. No era una novedad absoluta, pues ya había sido utilizada por los occidentales (de lengua latina) en otras ocasiones para expresar que Cristo y el Padre no eran dos dioses sino un solo Dios, una sola naturaleza divina. En cambio, para los griegos, ampliamente mayoritarios, tenía malas connotaciones, pues la misma palabra, “homooúsios”, había sido utilizada por algunos herejes para expresar una cosa muy distinta, que el Padre y el Hijo no eran sino dos aspectos o modalidades de lo mismo, del mismo ser. Entonces, para ellos, utilizar ahora el término sería dar la razón a esos herejes, como Pablo de Samosata o Sabelio. Sin embargo, el mismo emperador Constantino hizo campaña a favor del “homooúsios”, aconsejado por un obispo occidental, Osio de Córdoba, hombre de su confianza que ya llevaba años a su lado y que lo había orientado en otros temas religiosos. Bajo esta recomendación del emperador, que – hay que reconocerlo – fue en realidad una coacción, los obispos votaron a favor de introducir en el Credo el término. Y los pocos que no lo hicieron fueron desterrados. Después del Concilio, cuando los obispos regresaron a sus sedes, algunos de ellos manifestaron públicamente que se arrepentían de haber puesto su firma. Así que el problema doctrinal no se resolvió entonces. Tuvieron que pasar muchas décadas hasta que, por fin, a fines de ese siglo IV, se impuso el cristianismo niceno, ahora de la mano del emperador Teodosio, de origen hispano como Osio.
Con la perspectiva que nos dan los siglos podemos comprender que, siendo el “homooúsios” una novedad en la expresión, no lo era en cuanto al contenido que quería representar: que Cristo preexistía junto al Padre, que había sido enviado por el Padre al mundo, que se había manifestado y enfrentado a poderes de este mundo y que Dios lo había justificado – que es como decir que le había dado la razón. Efectivamente esta experiencia de la Resurrección, por la que tantos habían dado su vida en la comunidad fundada por Cristo, era la experiencia fundante que había permitido la misma existencia de la Iglesia. Y esta experiencia había que definirla con unos conceptos que no fueran ambiguos, sino claros.
De modo que, al final, se impuso el Credo niceno, por la profundidad de esta experiencia y convicción eclesial, y no tanto por el apoyo político, que también. Este apoyo político, dentro del Imperio Romano, no fue uniforme sino parcial (no siempre ni en todos los lugares). Otra derivación histórica es que el arrianismo se expandió en el siglo IV, después de Nicea, fuera del Imperio. De hecho, algunos pueblos bárbaros, como los godos, se hicieron arrianos antes de su entrada dentro de los límites de éste. Los godos penetraron en Hispania en el siglo V y alcanzaron el dominio total de ese territorio durante el VI. Se encontraron un pueblo hispanorromano que ya era católico, niceno, y, al final, ellos también se adaptaron. En el III Concilio de Toledo (año 589) renunciaron al arrianismo y se fundieron con la religión del pueblo que habían conquistado. Porque no siempre los dominadores de un país imponen su religión. Hay varios ejemplos de lo contrario y éste es uno de ellos.