Inicio esta serie de grandes pensadores con un filósofo español del siglo XIX al que no se ha dado la importancia que a mi entender merece. Puedo decir que es el filósofo al que me siento más cercano por su carácter y mentalidad, el que provoca en mí la máxima admiración, admiración que se acrecienta cuando compruebo lo trágico de su figura. Era sacerdote. Yo creo que los filósofos laicos, en su prejuicio anticlerical, no le perdonaron el que lo fuera. Por otro lado, sus compañeros sacerdotes no le perdonaron que pensara por sí mismo. Y la tercera desgracia que le tocó fue el hecho de morir de tuberculosis cuando tan solo contaba 38 años. Su libro El criterio, una joya, una obra de esas que se llaman “de cabecera”. Es una especie de manual, de directorio para el pensamiento y para la vida (siempre formando ambos una unidad), libro guiado por un insobornable amor a la verdad, con un acendrado sentido del equilibrio, alejado de todo fanatismo.
Jaime Balmes (1810-1848) nació y murió en Vic (Barcelona). Ingresó de niño en el seminario de su ciudad natal y fue ordenado sacerdote a los 24 años. Desempeñó durante cuatro años la cátedra de matemáticas de Vic. Fue responsable de la publicación, sucesivamente, de varias revistas: La civilización, La sociedad, El pensamiento de la nación. Preocupado por la defensa razonada de la religión escribió El protestantismo comparado con el catolicismo, en sus relaciones con la civilización europea y también Cartas a un escéptico en materia de religión. En Filosofía fundamental se plantea el problema crítico del conocimiento. También escribió una síntesis titulada Filosofía elemental. Vivió en Barcelona y posteriormente en Madrid, muy interesado en las cuestiones políticas del país. El criterio se publicó en 1845.
Además de contar con la filosofía escolástica en la que fue educado, se dio al estudio de la filosofía moderna (Descartes, Kant…) y se convenció de que había que aceptar el reto que ella plantea de cómo justificar la validez de nuestros conocimientos humanos. El “yo pienso” implica, ciertamente, la existencia del sujeto pensante, pero también la afirmación del contenido de nuestra subjetividad, aunque no se pueda demostrar que ese contenido corresponde a una realidad extramental. Hay que admitir también la evidencia del principio de contradicción (“es imposible que una cosa sea y no sea al mismo tiempo”). Y, además de esas verdades de “conciencia” y de “evidencia”, hemos de atenernos también a las verdades “de sentido común”, que no se pueden reducir a los dos primeros tipos. El sentido común o instinto intelectual atribuye un valor objetivo, extramental, a nuestras ideas. Forma parte del sentido común el que “lo evidente es verdadero”, si bien esta afirmación no es evidente. Condiciones para que se dé una verdad de este orden son: 1. Que haya una imposibilidad de probar racionalmente dicha verdad, 2. Que se dé una necesidad intelectual, moral o vital para admitirla, 3. Que haya una irresistible y universal inclinación a prestarle asenso. Las verdades “de sentido común”, no son estrictamente racionales, pero tampoco irracionales, pues pueden “sufrir el examen de la razón”. En última instancia, es la necesidad vital la que nos obliga a admitirlas. De nada sirve reducir teóricamente al extremo nuestras posibilidades de conocimiento válido, cuando la vida nos obliga a tomar partido mucho más allá de esas posibilidades, de tal modo que las creencias que no aceptemos de un modo plenamente justificado habremos de admitirlas de todos modos por otros procedimientos menos justificados. Es equivocada la pretensión de la filosofía de alcanzar una certeza absoluta: basta una certeza limitada del hombre limitado. En este contexto epistemológico, en donde determinadas filosofías se oponen a lo que es comúnmente aceptado y operativo, es donde ha de entenderse su frase: “si no puedo ser filósofo sin dejar de ser hombre, renuncio a la filosofía y me quedo con la humanidad”. También dice Balmes que filósofo es “todo hombre que sabe dar a las cosas su verdadero valor, que nada desquicia ni exagera”.
En la doctrina moral, no aceptó el utilitarismo como modo de fundamentación, sino que argumentó que en la aceptación de la obligación hay una afirmación implícita de la divinidad, pues la obligación supone que hay algo absoluto que puede obligar. No obstante, reconoció la parte de verdad del utilitarismo cuando señaló que la diferencia entre el bien y el mal se evidencia en los resultados sociales de ambos. Dio importancia a la idea de libertad y a la de progreso. El ser humano no se halla condicionado de un modo determinista, antes bien se caracteriza por un autodominio y por una autodeterminación. No puede rebasar su naturaleza, pero tampoco debe menoscabar sus propias posibilidades. Y es esta libertad humana situada dentro de su naturaleza la que produce el progreso. El progreso conserva elementos valiosos de la tradición y a la vez desarrolla los valores intelectuales, morales y materiales. Estos tres tipos de valores son interdependientes: no se puede desarrollar uno al margen de los otros (por ejemplo, los valores materiales a costa de los morales). En cuanto a los valores intelectuales tampoco podrían independizarse de los morales. La inteligencia es importante y se ha de fomentar su uso: siempre hemos de examinar las cosas por nosotros mismos, aunque no prescindamos del criterio de autoridad. Ahora bien, la inteligencia acrecienta la operatividad del mal cuando se pone a su servicio. De modo que sólo puede ser utilizada en orden al bien común.
Balmes conoció ya el problema social que estaba empezando a aquejar entonces a las sociedades europeas. Sostuvo que, siendo inevitable la acumulación de capital y un cierto grado de desigualdad, la economía política inglesa que reduce el trabajo a instrumento del capital sólo produce trastornos sociales. Hay un derecho natural a la propiedad privada como fruto del trabajo, pero esa propiedad tiene una función social: ha de ser empleada en favor de todos, particularmente de los necesitados. La sociedad “será tanto más perfecta cuanto más contribuya a la perfección de los individuos”. Tenemos ya en Balmes anticipado, desde lo mejor de la tradición católica, fundamentalmente tomista, lo que será lo esencial de la doctrina social de la Iglesia que empezará a formularse a finales del siglo XIX.
Pero si hay algo que me impactó de Balmes, y que continúa operativo en mí, es su análisis de las relaciones entre el corazón y la razón. Son antológicos los capítulos de El criterio titulados El entendimiento, el corazón y la imaginación (el 19) y El entendimiento práctico (el 22). Frente a la tendencia romántica de su tiempo, tendencia incrementada aún más en nuestros días por el subjetivismo reinante, afirma Balmes tajantemente que uno no se puede guiar por el corazón. El corazón aporta la fuerza de la acción, pero la dirección corresponde al entendimiento. Del corazón brotan las mejores mociones, pero también las peores. No es autosuficiente. Tampoco una razón individual, falible de por sí, es autosuficiente, si no se empeña en conformarse día a día con las exigencias de la verdad objetiva, que superan a la persona aislada en sí misma. Las pasiones no sólo influyen en la conducta sino también en el entendimiento, que se complace en figurarse interpretaciones del mundo sucesivas de acuerdo con el cambiante estado de ánimo. “Nada más importante para pensar bien que el penetrarse de las alteraciones que produce en nuestro modo de ver la disposición de ánimo en que nos hallamos.” Es necesario purificar la razón, liberarla de la influencia de las pasiones, para que pueda cumplir su función práctica de guiar nuestras acciones. Y obrar racionalmente implica, dada la brevedad de la vida, hacer un plan e ir realizándolo con método y constancia. Es menester evitar “que las facultades del hombre se desparramen hacia mil objetos diferentes, halagando a un tiempo la vanidad y la pereza”.
Sobre el fenómeno de la religión, defiende Balmes que un auténtico filósofo ha de tenerla en cuenta: “los indiferentes o incrédulos son pésimos pensadores”. Es un absurdo decir que “todas las religiones son verdaderas”, pues hay contradicciones entre ellas. Esas mismas contradicciones pueden llevarnos a investigar comparativamente para discernir “lo que hay de verdad” en ellas. Una filosofía profunda nos lleva a comprender al ser humano en su debilidad e ignorancia. Por eso la filosofía, fiel a su mismo impulso humanista, debe estar atenta al mensaje de la religión. Así será fiel a su aspiración más genuina.
Jaime Balmes Retrato en la Real Academia de la Historia |
Casa-Museo de Balmes en Vic |
Claustro de la catedral de Vic Sepulcro |
Gracias a José Ramón Estellés, de Valencia, por su comentario en Facebook:
ResponderEliminarCuriosamente fue "El Criterio" uno de los primeros libros que leí cuando llegué a Madrid en 1973 con 17 años. El libro lo compré en el Rastro, una edición muy antigua, que había que separar las páginas con una navajilla. La verdad es que tardé casi seis meses en leerlo porque hay obras que se tienen que digerir despacio.
Un autor muy interesante e incluso bastante original en su ámbito, y a pesar de sus peculiaridades un tanto ecléctico, ya que pica de otros autores al confeccionar sus criterios sobre la verdad. Aunque mi querido Unamuno no lo soportaba es cierto que Balmes fue un intelectual de talla, independientemente de sus ideas políticas y morales, con las cuales comulgo casi cero.
La edición que yo leí en 1973 data posiblemente de los primeros años del siglo pasado. Austral sacó su primera edición en junio de 1939. La edición de primeros de siglo no la encuentro... pero conservo la edición de 1964.