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12 agosto, 2023

LIBERTAD Y DETERMINISMO

 

       Resulta curioso observar ese dualismo que manifiesta nuestra época a la hora de entender la libertad del ser humano. Esta libertad se exalta a nivel general mientras que, al nivel de un tipo de ciencia que también tiene sus derivaciones divulgativas hacia el gran público, se niega con denuedo. A esto habría que llamarlo desquiciamiento cultural.

         Se exalta la libertad fuera de todo equilibrio cuando se proclama, por parte de algunos literatos, que “puedes ser todo lo que te propongas ser”. Una amiga aquejada de unos persistentes y muy serios problemas de salud, ávida lectora de libros de autoayuda, me comentaba hace años que ese mensaje tan “positivo” no le servía ya de nada, que siempre se encontraba, más allá de ese tipo de exhortaciones y explicaciones optimistas que insistían en el poder de nuestra voluntad, con la realidad sencillamente aplastante de su limitación física. Ahora, en el ámbito de la lucha por la liberación de la mujer, con la pretensión de hacer ver todos aquellos limitantes clichés que le ha impuesto una sociedad patriarcal y opresiva en nombre de la “naturaleza”, se puede llegar a decir que “la mujer es pura libertad”, es decir, que en la edificación de su identidad puede configurarse a sí misma como guste, pues tiene el poder para ello. Por poder, podría configurar no ya sólo el “género”, que por definición es una construcción social que a los individuos se aplica, sino incluso el “sexo”, del que tradicionalmente se ha pensado que es algo recibido e inalterable por su raigambre biológica. Al menos en una rama del feminismo aparece este pensamiento según el cual “la única diferencia entre tú y yo [un varón y una mujer] está en que tú tienes un pene y yo tengo una vagina”. A algunos nos resulta tenebroso este modo de hablar que quiere abolir cualquier diferencia genérica entre los humanos, entre dos formas de ser humano, entre lo femenino y lo masculino, que consideramos, antes que un rol social, una riqueza doble, fisiológica y psicológica, en que lo humano se expresa para complementarse y de ese modo desarrollarse. Ahora bien, quien piensa de aquella otra manera, imbuido de la idea de que todo es construcción social o construcción personal, sólo admitiría como diferencia, en principio, aquel núcleo biológico irreductible e innegable de la genitalidad. Pero incluso esto último podría ser alterado, con los medios actuales… de modo que esa persona que no está de acuerdo con su aspecto externo podría conseguir el pene o la vagina de que no ha sido dotada por el nacimiento. Con ello se estaría llevando a un extremo que antes parecía inalcanzable ese poder sobre la propia configuración, estaría uno avanzando en el camino de la libertad omnímoda. El tema da para mucho y tiene varias derivaciones. De todos modos, lo que me interesa del tema en este momento es esa exaltación de la libertad como una autodeterminación sin límites.

       Desde el lado de la ciencia en general se tiende, por el contrario, a una desvalorización del concepto tradicional de libertad, al que se vendría a considerar, cada vez más, como una especie de mito cultural. La libertad sería, ciertamente, una sensación querida por nosotros, y también algo a defender políticamente, pero “en realidad” no somos libres. El condicionamiento que se nos impone desde la sociedad en la que vivimos y, además, desde nuestro propio psiquismo, hace que se pueda prever, sin margen para una indeterminación (ese margen que constituiría la libertad), lo que será nuestro comportamiento. Ya no se habla, por supuesto, de un alma sino de una estructura neuronal cuyos mecanismos se pueden conocer cada vez con mayor exactitud. Desde esta posición se argumenta, a partir del prejuicio de que todo puede ser explicado de un modo mecanicista, diciendo que, si no podemos explicar totalmente una acción humana, eso es porque no conocemos “aún” todos los elementos que intervienen en ella directa o indirectamente, ni podemos “por el momento” procesar o manejar todos esos “inputs” para elaborar la teoría que los integre satisfactoriamente. Éste es, por tanto, el reino de la necesidad.

       No olvido aquella escena de hace unos años en que una profesora que formaba parte de la tertulia cultural que teníamos en la ciudad de Alicante hizo un encendido alegato en contra de la libertad. Digo “en contra de la libertad” en el sentido de defender desde la “ciencia” (presuntamente) que no hay realmente libertad humana, no en el sentido de que propugnara que se eliminen nuestras libertades políticas o que no haya que respetar la libertad de los demás… Aquí está la paradoja. La libertad seguiría tal vez funcionando al nivel ordinario y coloquial, es decir, “grosso modo”, al nivel macro. Seguiría siendo ella un concepto con repercusiones sociales y jurídicas. Sin embargo, a la hora de examinarla en sus fundamentos, de diseccionarla en su funcionamiento, de observarla con el microscopio (por así decir), se podría llegar a concluir que es una ficción. Lo que más me llamó la atención fue la mirada de desprecio que, sin lugar a dudas, nos dirigió a quienes ya nos habíamos manifestado o bien como pensadores que manteníamos vivo el concepto o bien como creyentes religiosos que atribuíamos un valor sustantivo a la libertad humana frente al mundo y frente a Dios. Pues estaba claro que su alegato, como atea declarada, se dirigía en última instancia en contra de la religión, para la que la idea de libertad es consustancial. Ciertamente, la capacidad de los seres humanos de determinar la orientación de su vida está presupuesta en la propuesta religiosa que implica que uno puede optar por Dios o en su contra, que uno puede obedecer y también pecar. La religión supone la existencia de una libertad real. Aquella profesora de historia dio a entender que la existencia de cárceles no tenía sentido hoy, pues ya no podría haber delincuentes, no habiendo ya una responsabilidad entendida como siempre se ha entendido. O sea que, para ella, sí había consecuencias prácticas, de índole sociológica, de aquella postura teórica en favor del puro determinismo.

       Poco tiempo después, tuve la oportunidad de comprobar la incoherencia de su declaración con alguna manifestación suya en Facebook. Solía hacer fuertes requisitorias contra determinados tipos de personas, de acuerdo con sus fobias. En concreto, al conocerse las noticias de unos abusos de menores protagonizados por eclesiásticos, había calificado a éstos como “monstruos”. Admitiendo que los hechos podían entrar dentro de la categoría, ciertamente imprecisa y subjetiva, de “monstruosidades”, eché en falta la ausencia de aplicación de su teoría, la que previamente había expuesto con vehemencia y seguridad en la pasada reunión. Saltaba a la vista que hacía una criba, entiendo que subconsciente, de acuerdo con la índole de las personas a quienes se trataba de evaluar. Es decir, los hombres, en general, no llegaban a ser “culpables” de los crímenes cometidos, pero sí lo eran en el caso de que el sentimiento de ella fuera previamente adverso hacia ellos. A esto yo lo llamaría una falta de responsabilidad intelectual.

       Por mi parte, sostengo que esa postura, negar teóricamente la libertad, no se puede defender… a no ser que uno esté dispuesto a aceptar las consecuencias prácticas de ella. Y pienso que esa aceptación está por encima de la naturaleza humana. Si existe una persona que tenga una hija o un hijo a quien alguien, también una persona a pesar de todo, haya ocasionado las mayores tropelías y si ese progenitor es capaz de comprender al criminal, hasta el punto de no albergar ningún sentimiento de odio hacia él, ese progenitor será el único que estará justificado para seguir manteniendo dicha teoría. Porque forma parte de la conciencia común que la libertad es real, dado que nadie está completamente por encima del sentimiento de “culpa”, la culpa que atribuimos a los demás o bien a nosotros mismos. Otra cosa muy distinta es la apelación cristiana a la “misericordia”, que está presuponiendo dos cosas: primero, que el hombre es responsable de lo que hace, segundo, que no es “enteramente” responsable. Si el hombre no fuera en absoluto responsable de lo que hace no habría culpa, ciertamente. Y si, en el extremo contrario, el hombre fuera “enteramente”, exhaustivamente, responsable de sus actos, sólo cabría ya el odio hacia nosotros mismos como especie, teniendo en cuenta el grado espantoso de negatividad real que alcanzan los actos humanos. Pero el hombre no es enteramente responsable de sus actos –esto sí es verdad– pues está muy “condicionado” por sus mismos resortes internos y por la influencia social. Pero esto lo ha sabido la tradición cristiana, en su tratamiento teológico del “pecado”, mucho antes de que surgieran las modernas psicología y sociología.

       Y hablando de la tradición cristiana y, más en concreto, de la línea aristotélico-tomista, la más fecunda y ajustada, ésta sí puede ofrecer aún hoy una visión más acertada de la relación entre naturaleza y libertad. Ni el hombre es pura naturaleza, pura pasividad, puro mecanismo biológico, químico o físico, de modo que pudiera preverse su conducta con exactitud, ni tampoco es pura libertad o indeterminación para ser cualquier cosa que se proponga, como irresponsablemente se proclama hoy. Como escribía yo mismo hace poco en relación con la equivocada visión de Juan Manuel de Prada, “el hombre es “naturaleza libre”, lo que implica que, dentro de una base dada, contando con unos límites, sí puede desarrollarse, sí es maleable en alguna medida, sí tiene un margen para la autodeterminación”. Una manera de engarzar espiritualmente los dos niveles, “naturaleza” y “libertad”, es vivir ambos desde la perspectiva de la gratuidad, del agradecimiento por lo recibido. La “naturaleza” de la que participamos es “recibida”. La “libertad” de la que podemos gozar individualmente es también recibida, como el fruto supremo de la naturaleza específica del hombre, como parte de ella. Quien vive en todo el agradecimiento, ni experimenta la naturaleza como penosa sujeción o esclavitud, ni experimenta el ejercicio de su libertad como una especie de rencorosa o prometeica venganza contra la necesidad que representa la primera. Más bien, desarrolla su vida desde lo dado, lo que le ha sido dado, y se lanza a alcanzar lo que puede alcanzar, siempre en referencia al fundamento divino de su vida.



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