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09 noviembre, 2024

UNA JORNADA EN ALEJANDRÍA

 


   

       Como es sabido, la ciudad de Alejandría debe su nombre a Alejandro Magno, quien la fundó en 332 a.C. sobre un núcleo preexistente llamado Rakotis, en la parte occidental del delta del Nilo. Su diseñador fue el arquitecto Dinócrates de Rodas. Frente a la ciudad se extendía la isla de Pharos, que fue unida a tierra por un dique de unos 1300 metros de longitud, llamado Heptastádion (actualmente hay una franja de tierra de unos 500 metros de ancho). El dique separaba los dos puertos principales, el “Grande”, al noreste, y el de “Eunostos”, al suroeste. En el extremo oriental de la isla de Pharos (hoy península) se levantaba el célebre “faro” (del toponímico se derivó el nombre genérico de la construcción), considerado por los antiguos una de las maravillas del mundo. Fue construido bajo los dos primeros reyes Ptolomeos y medía 160 metros de altura. Por voluntad de estos mismos reyes, la ciudad fue desde el primer momento un importante centro de cultura. Ptolomeo I Soter (que reinó de 323 a 285 a.C.) y especialmente su hijo Ptolomeo II Filadelfo (de 285 a 246) llamaron a sabios griegos y les ofrecieron una posición desahogada como miembros de una especie de comunidad religiosa, radicada en el nuevo templo de las musas, el Mouseion. El Mouseion estaba dedicado a la enseñanza y se formó junto a él una enorme biblioteca, no solamente con obras griegas sino con traducciones de la literatura egipcia, de la babilónica o de otras de la Antigüedad. Había otra biblioteca, más reducida, adscrita al templo de la divinidad oficial Serapis, llamada Serapeion. Se estima que la biblioteca mayor poseería unos 700.000 rollos y unos 45.000 la menor. La mayoría de los edificios públicos se levantaban frente al puerto Grande, de dos km. de largo, en la zona denominada “ciudad real” y, más tarde, en el siglo II d. C., Brucheion. El Brucheion estaba delimitado, además de por el puerto, por la calle longitudinal principal, llamada Plateia. Hacia el centro de esta calle se encontraba el Mouseion y cerca de él el Mausoleion o Sema, donde estaba enterrado Alejandro Magno. También en la Plateia estaba el Dikasterion (tribunal), considerado por Estrabón el mejor edificio de la ciudad. Otros puntos importantes dentro del Brucheion eran el Emporion (mercado) con los almacenes, el teatro, el templo de Poseidón, el Timoneo (edificado por Marco Antonio), el Cesareo (templo edificado por Cleopatra en honor del mismo Marco Antonio), las agujas de Cleopatra (dos antiguos obeliscos), etc. En el extremo oriental del puerto Grande, en el cabo Loquias, se levantaba el palacio de los Ptolomeos. Al suroeste de la ciudad, fuera de la zona céntrica, se encontraba el Serapeion.

       Al noreste estaba situado el barrio de los judíos, más allá de las murallas de circunvalación. Ya había judíos en Egipto antes de la fundación de la ciudad por Alejandro. El establecimiento de judíos en la nueva metrópoli fue estimulado por su fundador, concediéndoles los mismos derechos que a los griegos. De todos modos, los judíos siempre formaron un grupo aparte, incluso con autonomía administrativa, aunque estuvieron muy influidos por la cultura griega y pronto perdieron su propia lengua. En la época de Ptolomeo Filadelfo se hizo ya la traducción de los textos sagrados llamada de los Setenta. Se dice que los judíos alejandrinos llegaron a ser 100.000 en el siglo I a.C. La escuela judía de Alejandría, que tuvo en Filón (s.I d.C.) a su máximo representante, se dio a la exégesis alegórica de la Escritura y a la especulación religiosa en términos de la filosofía griega. En Alejandría florecieron todas las ciencias de la Antigüedad, las matemáticas con Euclides y Arquímedes, la astronomía con Aristarco, Hiparco y Claudio Tolomeo, la medicina con Herófilo y Erasistrato, la filología con Aristófanes de Bizancio… En la época de la dominación romana, después de Cleopatra, última soberana de la dinastía de los lágidas o ptolomeos, la ciudad no perdió su importancia sino más bien la acrecentó. En la época de Augusto tenía una población de más de 300.000 habitantes. Era la puerta hacia Egipto, granero de Roma, y una arteria vital del comercio exterior del Imperio. En el siglo II adquirió el derecho de acuñar moneda y fue, en el terreno espiritual, el principal foco del gnosticismo, con sus jefes Basílides, Valentín y Carpócrates. También en Alejandría, en ese siglo II, surgió una escuela teológica cristiana, con Clemente y con Orígenes. Y además fue el foco originario de la escuela neoplatónica, con Ammonio Saccas. Orígenes (h. 184 – h. 253), que asistió a las clases de Ammonio, fue el más potente pensador cristiano de la Antigüedad, solo comparable a Agustín de Hipona en Occidente. Fue muy controvertido, en los siglos siguientes, por sus ideas teológicas y poco menos que declarado hereje. Según la tradición cristiana, la ciudad había sido evangelizada por San Marcos y se erigió en importante centro eclesiástico, que se convertiría más tarde en patriarcado, desempeñando un importante papel en la época de los primeros concilios ecuménicos. Aquí vivieron los obispos Teófilo y Cirilo, hostiles con el paganismo y con el judaísmo en la época en que predominaba el movimiento monástico, en que ellos se apoyaban. En este ambiente, se produjo hacia 415 el desgraciado asesinato de la filósofa Hipatia, episodio que recrea A. Amenábar en la película “Ágora”. En estos últimos siglos de la Antigüedad, Alejandría pudo alcanzar una población de hasta 600.000 habitantes.

       Egipto fue conquistado por los árabes musulmanes pocos años después de la muerte del Profeta Muhammad, entre el año 639 y el 641. Éstos habían sitiado la fortaleza bizantina de Babilonia (situada en lo que hoy es el barrio copto de El Cairo), estableciendo su campamento en los alrededores (actual Fustat). Nunca quisieron establecer su capital en Alejandría, pues ésta tenía, por así decir, la marca indeleble del helenismo, lo que representaba, para los aguerridos y a la vez místicos árabes, una tentación que más bien convenía evitar. De modo que el Egipto musulmán encontró en El Cairo, una ciudad prácticamente nueva, su centro de referencia. Bajo la órbita del islam se sucedieron los períodos fatimí, mameluco y otomano. En el siglo XIX Egipto, bajo Mohamed Alí y sus sucesores, alcanzó su autonomía como país con relación al imperio otomano, si bien ahora se hizo más viva la presencia occidental en el campo económico, político y cultural. Fue esta intervención europea, en definitiva, la que inició la prospección de las inmensas riquezas arqueológicas del país. Y Alejandría, entonces, adquirió una nueva prosperidad y se tiñó de un ambiente cosmopolita, ambiente que retrataron algunos escritores como los británicos Lawrence Durrell y E. M. Foster, así como el griego Konstantino Kavafis (1863-1933), uno de mis poetas de cabecera. Lo que Kavafis exalta es ante todo el pasado helénico de la ciudad, la misma ciudad en la que él vivió tantos años y trabajó como funcionario.

       Si bien no pude llegar a ver el Museo Kavafis en mi visita a Alejandría el día 10 de marzo de este año de 2024, sí pude hacerme una idea de lo que es ahora la ciudad y disfrutar con relativa tranquilidad de algunos lugares de los que normalmente se enseñan a los turistas. Hice la excursión en compañía de tres mujeres españolas, Dori, Claudia y Charo, parientes entre sí. Nuestro guía se llamaba Samir. Para mí era importante estar al menos una vez en la ciudad del gran Orígenes, protagonista de mi tesis doctoral, pensador cristiano que ha sido objeto a lo largo de los siglos o bien de la admiración (tal es mi caso) o bien del odio teológico (por parte de todos aquellos que no son amigos de pensar ni de examinar con rigor la tradición religiosa). Ahora no tiene Alejandría ni la magnificencia que tuvo en la época antigua helénica ni el cosmopolitismo de que gozó en esa época más reciente de presencia europea. Es una ciudad egipcia y árabe de unos cinco millones de habitantes. Pero tiene aún mucho que ofrecer a los que añoramos todo aquello.

       Nuestra primera etapa fueron las catacumbas de Kom ash Shoqafa. Se trata de un gran agujero cavado en la tierra, como una rotonda con varios pisos subterráneos, con una escalera de caracol para ir bajando y acceder a las galerías. Se aprecia una mezcla del arte y de la religiosidad egipcias con el mundo grecorromano. Destacan algunas imágenes esculpidas de Anubis: en una preside una operación de momificación de un difunto, en otra aparece ataviado como legionario romano.


                                                                


                                                     


                                                     

                
                                           



       La “columna de Pompeyo” es el elemento más destacado visualmente del antiguo Serapeion, que era biblioteca y templo de Serapis, divinidad muy popular en la época grecorromana, con aspectos de Osiris y de Apis, y representada como un toro. En las galerías subterráneas bajo la columna hay alguna estatua de dicho toro. La columna, que lucía imponente en un día soleado, mide 27 metros. Es de finales del siglo III y estaba dedicada al emperador Diocleciano, aunque luego se pensó por error que correspondía a Pompeyo.


                                                             


                                            

       
       Nuestra siguiente etapa fue la fortaleza de Qaitbay, situada en el extremo occidental de la bahía que corresponde al antiguo puerto “Grande”. El diámetro de esta bahía, que ahora es un paseo marítimo, viene a ser de unos dos kilómetros. Al otro lado, hacia el suroeste, se encuentra el puerto actual, que correspondería al antiguo de “Eunostos” y se extiende por unos ocho kilómetros. Esta fortaleza es el recuerdo más cercano del antiguo Faro, pues fue construida en el mismo lugar reaprovechando las piedras que quedaron tras su ruina definitiva en la Edad Media. La fortaleza de Qaitbay es del siglo XV y alberga una mezquita. Es realmente hermosa, si bien puede producir una sensación de decepción en cuanto a sus dimensiones, si uno piensa en las del antiguo monumento que ocupaba ese lugar. Son magníficas las vistas de toda la bahía, en el otro extremo de la cual se divisa la actual biblioteca de Alejandría.

                                                   


                                           


       El trayecto entre Qaitbay y el restaurante en el que disfrutamos del almuerzo se hizo un tanto pesado, al menos para nuestra mentalidad europea. Una compacta riada de vehículos iba avanzando con una lentitud tal que habría sido más práctico dirigirse al lugar a pie. Observé que nuestro guía y nuestro conductor se lo tomaban con una tranquilidad inalterable. El restaurante se hallaba a la mitad –un poco más allá tal vez– del paseo marítimo en forma de media luna. Era un establecimiento griego, amplio y elegante, de principios del siglo XX. Se llamaba Athineos y yo lo supuse contemporáneo de Kavafis, lo que me producía una emoción. Tras la comida, abundante y típicamente mediterránea, con pescado, nos llevaron a la última de las atracciones de la ciudad que estaba previsto visitar.

                                          


                                           


       La nueva Biblioteca de Alejandría fue inaugurada en 2002 aproximadamente en el lugar donde en la Antigüedad se levantaba el palacio de los Ptolomeos. El edificio principal tiene forma de cilindro con el círculo superior inclinado. Éste último, un tejado vidriado, permite que la luz del sol se reparta generosamente por las siete plantas escalonadas del interior. Los muros pétreos del exterior contienen inscripciones de letras pertenecientes a todos los alfabetos del mundo, en un homenaje a la diversidad lingüística de nuestro mundo. Como premio de consolación, en una de las suntuosas y modernas salas me encontré un busto de Kavafis. El regreso a El Cairo lo hicimos por la autovía que recorre el borde occidental del delta del Nilo, un trayecto de casi tres horas. Para darle un título cinematográfico a aquel día tal especial diré que fue para mí “una giornata particolare”.

                                         

                                           



                                           


                                           

05 noviembre, 2024

CONCILIO DE NICEA







         Según una extendida explicación, entre simplificadora y falseadora, el Concilio de Nicea (del año 325) habría sido una operación política para justificar el dominio de Constantino en el Imperio Romano y de paso hacer una iglesia alejada de sus orígenes en Jesús de Nazaret y basada a partir de ese momento en el dominio del clero.

        No veo una relación lógica entre proclamar la divinidad de Jesucristo y un régimen político absolutista, como si el absolutismo derivara de esa divinidad que se encarna, al considerarse un gobernante absoluto como el representante de dicha divinidad. Se podría también razonar justamente al contrario: porque Cristo es rey del mundo, por eso no puede haber otro que ocupe su lugar.

         Esto desde el punto de vista conceptual. Desde la facticidad histórica, regímenes autoritarios, tiránicos o totalitarios han aparecido justificados en diversas religiones, no sólo en el cristianismo, así como también en ideologías humanistas y también en ideologías ateas, como el comunismo o el nazismo. Por consiguiente, esta tendencia humana tendrá otras raíces, no dependiendo de un rasgo específicamente cristiano.

         Otro punto importante, también histórico, es que tanto Constantino como sus hijos y sucesores en el Imperio volvieron a apoyarse, sólo unos pocos años después de Nicea, no en los ortodoxos o católicos, defensores del credo niceno, sino en los arrianos. Lo hicieron tal vez por la sencilla razón de que veían que esta tendencia resultaba más apoyada por la población y decantarse por ella resultaba así algo más útil para el mantenimiento del orden, orden que no dejaría de apuntalar su propio poder.

        Un problema del concilio fue cómo expresar esa condición divina de Cristo de un modo que fuera preciso e inequívoco. Arrio decía explícitamente que el Verbo de Dios era una criatura, si bien una criatura excelsa, creada antes que todas las demás y modelo de la formación de ellas. Los Padres del Concilio apreciaron que no bastaba con decir que Cristo era “Hijo de Dios”, pues, como señalaban los mismos arrianos, también lo somos los humanos, o al menos los humanos redimidos por Cristo. Algunas expresiones que tenemos en el Credo actual se introdujeron entonces: “Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre”. La última expresión, “de la misma naturaleza que el Padre” (“homooúsios to Patrí” o “consubstantialem Patri”) fue la verdaderamente controvertida. No era una novedad absoluta, pues ya había sido utilizada por los occidentales (de lengua latina) en otras ocasiones para expresar que Cristo y el Padre no eran dos dioses sino un solo Dios, una sola naturaleza divina. En cambio, para los griegos, ampliamente mayoritarios, tenía malas connotaciones, pues la misma palabra, “homooúsios”, había sido utilizada por algunos herejes para expresar una cosa muy distinta, que el Padre y el Hijo no eran sino dos aspectos o modalidades de lo mismo, del mismo ser. Entonces, para ellos, utilizar ahora el término sería dar la razón a esos herejes, como Pablo de Samosata o Sabelio. Sin embargo, el mismo emperador Constantino hizo campaña a favor del “homooúsios”, aconsejado por un obispo occidental, Osio de Córdoba, hombre de su confianza que ya llevaba años a su lado y que lo había orientado en otros temas religiosos. Bajo esta recomendación del emperador, que – hay que reconocerlo – fue en realidad una coacción, los obispos votaron a favor de introducir en el Credo el término. Y los pocos que no lo hicieron fueron desterrados. Después del Concilio, cuando los obispos regresaron a sus sedes, algunos de ellos manifestaron públicamente que se arrepentían de haber puesto su firma. Así que el problema doctrinal no se resolvió entonces. Tuvieron que pasar muchas décadas hasta que, por fin, a fines de ese siglo IV, se impuso el cristianismo niceno, ahora de la mano del emperador Teodosio, de origen hispano como Osio.

         Con la perspectiva que nos dan los siglos podemos comprender que, siendo el “homooúsios” una novedad en la expresión, no lo era en cuanto al contenido que quería representar: que Cristo preexistía junto al Padre, que había sido enviado por el Padre al mundo, que se había manifestado y enfrentado a poderes de este mundo y que Dios lo había justificado – que es como decir que le había dado la razón. Efectivamente esta experiencia de la Resurrección, por la que tantos habían dado su vida en la comunidad fundada por Cristo, era la experiencia fundante que había permitido la misma existencia de la Iglesia. Y esta experiencia había que definirla con unos conceptos que no fueran ambiguos, sino claros.

        De modo que, al final, se impuso el Credo niceno, por la profundidad de esta experiencia y convicción eclesial, y no tanto por el apoyo político, que también. Este apoyo político, dentro del Imperio Romano, no fue uniforme sino parcial (no siempre ni en todos los lugares). Otra derivación histórica es que el arrianismo se expandió en el siglo IV, después de Nicea, fuera del Imperio. De hecho, algunos pueblos bárbaros, como los godos, se hicieron arrianos antes de su entrada dentro de los límites de éste. Los godos penetraron en Hispania en el siglo V y alcanzaron el dominio total de ese territorio durante el VI. Se encontraron un pueblo hispanorromano que ya era católico, niceno, y, al final, ellos también se adaptaron. En el III Concilio de Toledo (año 589) renunciaron al arrianismo y se fundieron con la religión del pueblo que habían conquistado. Porque no siempre los dominadores de un país imponen su religión. Hay varios ejemplos de lo contrario y éste es uno de ellos.

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