A lo largo de la historia y a lo ancho de la geografía hemos visto que los pueblos o colectividades han emigrado de unos lugares a otros, se han mezclado con otros pueblos. En otras ocasiones han luchado entre sí y se han expulsado unos a otros de determinados territorios. Se trata de una práctica que tampoco se aleja demasiado de la práctica de las especies y grupos animales, los que también se han extendido de unos lugares a otros y han entrado en conflicto con otras especies o han convivido con ellas en los diferentes ecosistemas. Entre los humanos, es verdad que, con el paso de los siglos, las “naciones”, aun a pesar de unos posibles orígenes nómadas, se han llegado a identificar con una tierra, hasta el punto de hacer inconcebible la misma existencia de la nación al margen de ese territorio. Y, por eso, aquellas personas que tienen que emigrar a otros países siempre tienen aquella tierra de partida como punto de referencia sentimental. Pongamos los irlandeses que viven en Estados Unidos, que nunca olvidan las verdes colinas de su isla de origen. Pero ya empieza a resultar extraño, exagerado, excéntrico y extremo que un determinado grupo humano se obsesione con un territorio hasta el punto de considerarlo posesión exclusiva y se crea justificado a ello por un mandato divino. Evidentemente, estoy pensando en Israel y su práctica actual de “exterminio” de los palestinos.
Porque es de “exterminio” de lo que se trata en la Biblia, en concreto en el libro de Josué (véase el capítulo 23), cuando los israelitas entran en la Tierra Prometida. Allí se habla de “exterminio” como de una acción que Yahvé mismo realiza, por la mediación humana de ese pueblo. Se habla de “arrojar”, de “expulsar” a los otros y de “posesionarse” de la tierra. Hay pues una amenaza a esos pueblos… pero ese Dios es tan duro que amenaza también al mismo pueblo que ha de ejecutar sus designios. Si no los cumple y se deja influir por esos pueblos ajenos, o si se mezcla con ellos, entonces ellos serán hechos “desaparecer” de esa misma tierra que les da. Estamos ante la figura de un Dios étnico que se identifica con una colectividad. Esto no es ya excepcional en el mundo antiguo, sino que es más bien la regla, pero dudo que en otros lugares haya aparecido una figura divina que haya llevado esta dinámica hasta semejantes extremos.
Si esto se considerara como una situación propia de otra época, como algo perteneciente a otro estadio de desarrollo moral de la humanidad, no causaría el desasosiego que causa hoy a muchos. Porque la idea, lejos de haber sido sepultada o superada, resulta vigente en el actual Israel y también en no pocos cristianos que, para mí incomprensiblemente, se ven influidos por ella. Hay dos conceptos bíblicos que entran en juego en todo esto, dos antiguos conceptos que sólo se podrían mantener a costa de una reinterpretación radical, pues todo lo humano cambia y se perfecciona. (Un fundamentalista diría que, en cambio, lo divino no cambia, siendo inmutable… Lo que ocurre es que, en realidad, lo divino trascendente sólo se nos da a través de lo humano inmanente.) Me refiero a los conceptos de “elección divina” y de “Alianza”, que en sus orígenes se refieren literalmente a un pueblo, el de Israel, al que Dios elige y con el que hace Alianza, y que luego van ampliando y profundizando su sentido.
Una constante que se observa a lo largo de la Biblia es que la “elección” de una colectividad o de un individuo no es nunca para establecer un privilegio por el que pueda establecerse una distinción de superioridad y de exclusividad. La elección no es “exclusiva” sino “inclusiva”, se hace siempre con vistas a un servicio a una colectividad más amplia. El que es elegido lo es para servir a otros, no para que pueda sentirse superior o para disfrutar de un privilegio. Así se elige en la Biblia no sólo al pueblo de Israel, sino también a un profeta, a un “juez”, a un apóstol, a la Virgen María y al mismo Cristo (ver Javier Moreno, Islam y Cristianismo. Investigación crítica sobre la idea de “Revelación divina”, cap. 8: “El destino del pueblo judío”, pp. 159-169)
Por su parte, la Alianza se hace al principio con un pueblo, pero se hace con vistas a que esa Alianza, ese modo de relación de una colectividad con la divinidad que implica una comunidad de vida entre ambas, se pueda extender más allá de ese pueblo, cosa que ya se vislumbra en algunos profetas y se expresa de un modo claro en el Nuevo Testamento. En éste, Cristo se convierte en el instaurador de una Nueva Alianza que abarcará a toda la humanidad o al menos a todos aquellos que crean en él, pues la comunidad de vida entre Dios y la humanidad se efectúa a través de él. Resumiendo, la elección de uno es con la finalidad de que sus efectos salvíficos lleguen a todos y la Alianza tiene como destinataria a toda la humanidad.
Y el corolario de todo esto es que mantener una visión restrictiva de la elección o de la Alianza es oponerse a su misma dinámica. Efectivamente, hay cosas antiguas, antiguas interpretaciones, que ya no tienen vigencia. Y los efectos criminales patentes, históricos, de querer aferrarse a tales interpretaciones superadas no hacen sino evidenciar que realmente han de ser abolidas esas interpretaciones. Y no digo que esas interpretaciones superadas sólo se den en el ámbito del judaísmo. Creo que una parte del conflicto actual reside en que judíos, musulmanes y también cristianos consideran sagrados los mismos lugares, o al menos lugares aledaños entre sí. Resulta que Jerusalén es una “ciudad santa de tres religiones”. Por supuesto que ninguno está dispuesto a renunciar, como los cristianos medievales pensaban que los Santos Lugares habían de ser controlados por ellos, como los musulmanes piensan que la mezquita de Al Aksa es lugar intocable pues allí estuvo su profeta. Es mucho más estimulante, y creo que más verdadera, la idea de que los “verdaderos adoradores” de Dios no precisan de un lugar concreto para realizar tal adoración. Sin embargo, han sido los seguidores de Jesús quienes han actuado demasiadas veces al margen de esta expresión de sabiduría de su Maestro.
(La imagen de arriba representa al profeta Ezequiel y corresponde al monumento
a la Inmaculada en la Piazza di Spagna en Roma.)