Tuve hace unos días una conversación con alguien que se definía a sí mismo como “católico tradicional” y que lo era no desde una mera inercia defensiva ante lo moderno sino desde una “conversión”, es decir, a partir de una vivencia de repentina iluminación y de consiguiente cambio de rumbo. Entre otros temas, planteó la visión de la historia de España, piedra de toque que suele provocar posicionamientos bastante viscerales. Me dio a entender que dicha historia es extraordinaria y proclamó convencido que “no hay nada de que pedir perdón”. No le quité la razón en esto pues yo, que no soy “católico tradicional”, también lo he pensado varias veces, y pienso que se puede desmontar fácilmente la reivindicación de aquellos que exigen ese perdón.
Le di la razón, pero no en el sentido de que no haya que reconocer abusos y violencias, ni tampoco en el sentido de que se pueda hacer un balance en que los beneficios de la labor expansiva de España sean superiores a los aspectos negativos. La historia pasada hay que conocerla y también se puede evaluar, si se hace con justicia y desapasionamiento. Creo que mi motivo es más radical. La justificación para que el Estado actual o los españoles en su conjunto ni hayamos de pedir perdón ni hayamos de avergonzarnos, es que los españoles que hicieron lo que hicieron, glorioso o deleznable, eran ellos. No somos nosotros. Basta ya de compararnos unos países con otros como si realmente fuéramos nosotros, ciudadanos de este tiempo, a quienes se nos deben atribuir los hechos del pasado.
Y la moneda tiene, ciertamente, dos caras. Si no hay que pedir perdón tampoco podríamos enorgullecernos. Aquello no es ya nuestro: ni las hazañas, indudables, ni las perfidias, innegables. Pobres hombres del siglo XXI, bastante tenemos con atender a nuestros asuntos personales, salir adelante, e intentar resolver los graves problemas sociales y políticos que nos aquejan en nuestros ahora polarizados países.
Es necesario el espíritu crítico para evaluar los hechos del pasado, sacando siempre lecciones para el presente, los hechos de todos los países y de todas las épocas. Todo ello es patrimonio común. Las rivalidades históricas entre determinados países envenenan los corazones de las personas, cuando allí arraigan. Y el espíritu nacionalista, por el que considero míos los logros de otros, niego los fallos de esos mismos y atribuyo a todos los demás todo lo negativo, es a la vez ridículo y perverso. Ciega a la gente. Hace mucho daño.