Una mujer rusa residente en España decía recientemente que no le gustaban los españoles, no porque fueran morenos o rubios, altos o bajos, sino por su mentalidad. Se quejaba diciendo que los españoles no están dispuestos ya a “conquistar a una mujer”. Para ella, esto es como una degradación o corrupción, un signo de decadencia. Por mi parte, me identifico con esa renuncia que ella atribuye a los españoles y creo abiertamente que ello es, por el contrario, un progreso ético.
La imagen bélica de “conquistar”, como la cinegética de “cazar” (utilizada ésta en el lenguaje de las mujeres, o de algunas), creo que corresponde a una visión que conceptualiza las relaciones humanas en términos de dominio y no de igualdad. Considero que, entre dos personas racionales, una relación de pareja (también la de amistad, por cierto) sólo puede basarse en una conveniencia mutua. La conveniencia de dos voluntades que no se “entregan” (de nuevo lenguaje militar) sino que acuerdan unos fines comunes, partiendo de que cada uno tiene sus fines propios y una voluntad irreductible a cualquier otra voluntad. El acuerdo o contrato tiene que ser beneficioso para ambos. Para que perdure, tiene que darse un balance en que los beneficios sean superiores a los costos, por ambas partes. Nunca hay una “fusión” de dos seres. En todo caso, cuando el acuerdo es inteligente y no se pide más de lo que se puede dar, sí puede aparecer la satisfacción de que esa relación se prolonga en el tiempo. Pero nunca podría ser “indisoluble”, “irrompible”, porque cuando uno tiene esa sensación de “seguridad” caerá con mucha facilidad en dejar de respetar al otro.
Es peligroso tener la certeza de que el otro está siempre ahí. Al contrario, es saludable el miedo de que el otro me puede abandonar si quiere. Porque de esta manera, con esa advertencia pendiente siempre de mi cabeza, lucharé cada día para mantener una situación que me resulta apetecible, que no quiero perder. Efectivamente, lo primero que tiene que haber entre dos personas, que nunca dejan de ser “dos personas”, es respeto, un respeto de la alteridad, de las ideas y proyectos de alguien diferente. Y a partir de ahí, sí podremos llegar, tal vez, a una buena convivencia. Será siempre una convivencia desprendida, ajena a todo sentimiento de posesión y embebida de la vivencia de que el otro es siempre un don, como también yo lo soy.